Cuando estoy presente

Cuando estoy presente me siento bien. Como si hubiera nacido para darme cuenta de que estoy viva y que ocurren cosas increíbles a mi alrededor sin tener yo su control. El control no es más que el síntoma del antropocentrismo, el egoísmo, el individualismo. Estar presente es caer en el ritmo natural del mundo (el canto de los pájaros, las sutilezas de la luz, las distantes voces, el ruido interno del cuerpo…). Éste es el buen ritmo. Todo está en movimiento, todo está bien. Siempre quiero controlar e imponer mi forma de hacer, pero el mundo y mi cuerpo tienen otros planes, los naturales e incuestionables.

Cuando estoy presente me encuentro con lo que tengo. Las necesidades fisiológicas me piden parar, descansar. Me siento con los pensamientos de una mente inquieta, revolucionada e hiperestimulada, y gano distancia. La mente es como una habitación oscura y da miedo entrar, qué habrá, con qué que puedo tropezar. Una vez abro las luces, siempre y cada una de las veces, veo que está vacía. No la ignoro, la escocho y le digo, como a los niños pequeños egocéntricos, “muy bien y seguimos”.

Cuando estoy presente estoy calmada. Meditar es un acto casi natural, complejo, como cuando subo una montaña y aprecio el paisaje o cuando admiro una obra de arte. Quedo en un segundo plano (ya la vez en un primero), me dejo llevar pasiva y conscientemente. Estoy viva y me emociono, se me remueven cosas. Y es hermoso. No hay magia, ni brujas, ni religión, ni expectativas. Es un momento de presencia pura, de soltar y confiar.

Cuando estoy presente me siento vacía, la máxima plenitud. El hacer queda superado por el ser y el sentir. Después de años escribiendo, no tengo nada que escribir y es lo mejor que podría ocurrir. El mejor conocimiento está en mi interior y el mejor hábito es acordarme de volver a mí. La filosofía como educación de los adultos.


El lado suave del mundo.

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